Saturday, April 01, 2006

Conociendo el mundo blog


En una jornada con expertos en blog hemos aprendido más que en años de rutina diaria.
En la fotografía los ponentes y el autor al fondo.

Sunday, January 22, 2006

Parábola del buen fotógrafo


Hace unos días, dando un paseo por la Alhambra, advertí que todas las personas con las que me cruzaba llevaban una máquina fotográfica. No cabe duda de que, efectivamente, estamos en la era de la imagen. Por eso se me ha ocurrido la parábola del fotógrafo: una comparación entre el contenido de la doctrina cristiana y las características de una buena fotografía.

En mis conversaciones con fotógrafos inexpertos (http://fotoinexpertos.blogspot.com) les suelo explicar que hay cuatro elementos fundamentales que ha de reunir toda fotografía con aspiraciones: afinar en el encuadre, acoger la luz, otorgar dinamismo y transmitir un mensaje.

Acaba de publicarse el “Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica” (Asociación de Editores del Catecismo, Barcelona, 2005). Por su naturaleza, de reducida dimensión, resulta abarcable para los fieles corrientes, y facilitará la comprensión de la fe católica con una visión global y sintética de su contenido. Como una buena fotografía integra los cuatro elementos:

a) Al encuadre –objetivo principal- corresponde el contenido objetivo de nuestra fe, lo que debemos creer, que se presenta en el Credo.
b) A la luz –como algo que se recibe gratuitamente- le corresponde la Gracia, recibida a través de los sacramentos;
c) Al dinamismo –el movimiento de la vida- le corresponde el arte vivir, esa antropología cristiana, que nos ofrecen los 10 Mandamientos; y
d) Al mensaje que debe transmitir toda instantánea, me parece que le corresponde con mucha analogía, la oración. Esa comunicación fluida que los hombres mantenemos con Dios.

En definitiva, la parábola quiere transmitir, que para no caer en un cristianismo de inexpertos hemos de conocer con profundidad esos cuatro aspectos de la doctrina cristiana y –más aún- hemos de emplearnos con soltura, si queremos que nuestra vida transmita ese mensaje cristiano con plenitud y atractivo.

Saturday, January 21, 2006

La creacion artistica



La creación artística

Por José Ramón Ayllón (*)

1. La estética

El sentido de lo bello es un instinto inmortal, profundamente enraizado en el espíritu del hombre. Es el que le proporciona delicias en múltiples formas de sonidos, aromas y sentimientos entre los cuales habita. Y así como el lirio se refleja en el lago y los ojos de Amarilis en el espejo, así la mera repetición oral o escrita de esas formas, sonidos, colores, aromas y sentimientos, es una duplicada fuente de placer. Edgar Allan Poe

Los seres humanos estamos hechos para la belleza. No sólo para el alimento, el trabajo, el descanso, el conocimiento o el lenguaje. También y muy principalmente para la belleza. Por eso nunca nos cansamos de admirar la primavera y el otoño, ni de contemplar la Vista de Delft o la Piedad de Miguel Ángel, ni de escuchar La flauta mágica o a Paul MacCartney cantando Hey, Jude. Por estar hechos para la belleza buscamos, siempre y sobre todo, el amor. La llamada de la belleza no es una urgencia fisiológica, ni tiene valor biológico de superviviencia, pero es inequívoca y constante, y está estrechamente relacionada con la aspiración humana a la plenitud. Stendhal dijo magníficamente que "la belleza es una promesa de felicidad". La experiencia estética, tanto en la creación artística como en la contemplación de la belleza, tiene un alto valor ético y pedagógico, pues nos enseña y nos hace mejores. Platón decía que el alma humana, a través del amor a la belleza, se eleva desde sus carencias e imperfecciones hasta la plenitud de la verdad y del bien: por eso la belleza y el amor serán los objetos primeros del filosofar. Ello es posible, de entrada, porque el sentir humano es un sentir estético. La estética (del griego aisthesis, sensación), es la reflexión sobre la capacidad humana de sentir la belleza, que en su origen es siempre percibida por los sentidos.

El término "estética" lo empleó por primera vez Baumgarten, en el siglo XVIII, con el significado de "teoría de la sensibilidad", conforme a su etimología griega. Sin haber llevado ese nombre, la estética existe desde la antigüedad como una reflexión sobre el arte y la belleza, mezclada con la reflexión filosófica y moral, la historia del arte y la crítica literaria. Su estudio se aborda desde diferentes ángulos justamente porque la belleza presenta varias caras. De hecho, se predica de forma análoga de lo natural (un bello paisaje), de lo artificial (una hermosa plaza), del cuerpo humano (una bellísima actriz) y de ciertas acciones humanas (decimos que son hermosos el perdón y otros gestos parecidos).

La llamada de la belleza no parece responder a ninguna necesidad concreta. Los hombres primitivos hicieron cuencos de arcilla cocida para aplacar con más facilidad su hambre y su sed, y también para conservar y trasladar mejor la comida y la bebida. Lo que no sabemos es por qué adornaron sus vasijas con una cenefa de figuras geométricas. Esa decoración no sirve para nada, no cumple ninguna finalidad biológica, y por eso mismo revela que los hombres no sólo buscan satisfacer sus necesidades, sino lograr también que las cosas sean o parezcan hermosas. Una necesidad, como hemos dicho, que no parece tener nada de fisiológica, y sí de espiritual.

Definir la belleza es posible e insatisfactorio al mismo tiempo. Decir, como se ha dicho, que lo bello se basa en la armonía y la simetría, o que se trata de un sentimiento subjetivo, o que es el resplandor del bien, es manifestar la indefinición del concepto. En su Crítica del juicio, Kant afirma que "es bello lo que complace universalmente sin concepto". No quiere decir que todos coincidamos en estimar hermosas las mismas cosas, sino más bien que sólo llamamos "bello" a lo que sentimos que debe ser considerado así por todo el mundo. Si el concepto es lo que sirve para identificar y explicar una realidad determinada, afirmar que lo bello "no tiene concepto" significa que no tenemos un criterio seguro para identificar y evaluar la belleza. Podemos identificar conceptualmente un cielo estrellado y un templo dórico, pero no tenemos una regla o un modelo que nos permita establecer si el cielo y el templo son hermosos, ni en qué medida, ni por qué lo son.

La estética tiene dos grandes ámbitos de estudio: la naturaleza y el arte. En ambos casos, lo que admiramos es la belleza. El arte es un hecho específico del ser humano. Ni el nido del pájaro ni su bellísimo canto son obras de arte, porque no responden a su libertad creativa. Por tanto, no es la belleza lo que marca la diferencia, sino la creatividad humana. Al análisis de ambas realidades -belleza y arte- dedicamos este capítulo.


2. La belleza corporal

¡Oh, Dios, y cuán fermosa
viene Doña Endrina por la plaza!
¡Qué talle, qué donaire,
qué alto cuello de garza!
Con saetas de amor fiere
cuando los sus ojos alza.


Platón, en el Banquete, nos dice que la belleza engendra el amor, que es "deseo de lo bello". De hecho, el ser humano nunca ve a sus semejantes como cuerpos neutros, sino como personas con diverso grado de belleza exterior e interior. Esa belleza de las personas que nos rodean ronda constantemente la periferia de nuestra vida. Hasta que un día, cierta belleza sensible nos deslumbra e irrumpe en el centro mismo de nuestra sensibilidad. Una experiencia que define muy bien Pedro Salinas cuando describe a la mujer como esa corporeidad mortal y rosa / donde el amor inventa un infinito. Transfigurado por la belleza corporal, ese cuerpo que un día se convertirá en tierra, en polvo, en humo, en sombra, en nada, exhibe un atractivo extraordinario que da lugar a muchas de las mejores expresiones artísticas de la humanidad. La historia de la pintura y de la literatura serían muy diferentes si no existiera la inflamación provocada por la belleza física: no existiría Cyrano sin Roxana, ni Calixto sin Melibea, ni Romeo sin Julieta, ni Don Quijote sin Dulcinea, ni Ulises sin Penélope, y el Arcipreste de Hita no hubiera escrito jamás los versos que abren este párrafo.

El atractivo de la belleza corporal, con ser una experiencia universal, presenta cierto aspecto misterioso y desconcertante. Con demasiada frecuencia comprobamos que la conquista de esa belleza deja un sabor agridulce. Pedro Salinas, reconocido como el poeta del amor, dice que los besos y las caricias se equivocan siempre y no acaban donde dicen, es decir, no dan lo que prometen. En ese mismo sentido afirma Paul Claudel que la mujer es la promesa que no puede ser cumplida. )Por qué? Porque en realidad -nos dice Platón- la belleza es la llamada de otro mundo para despertarnos, desperezarnos y rescatarnos de la caverna donde vivimos. En el diálogo Fedro, describe así esa especie de éxtasis:

Cuando alguien, viendo la hermosura de este mundo y acordándose de la verdadera, toma alas y, una vez alado, deseando emprender el vuelo y no pudiendo, dirige sus miradas hacia arriba, como un pájaro, y descuida las cosas de esta tierra, se le acusa de estar loco. Ésta es, precisamente, la mejor de todas las formas de posesión divina (...), y, por participar de esta locura, se dice del que ama las cosas bellas que está loco de amor.

Platón intuye, como ya hemos visto en el capítulo 10, que el amor es la respuesta a las dos grandes preguntas existenciales -de dónde venimos y adónde vamos-, pues nos hace sentir que el Ser Sagrado tiembla en el ser querido. Así lo expresa Miguel d"Ors en su poema Esposa:

Con tu mirada tibia
alguien que no eres tú me está mirando: siento
confundido en el tuyo otro amor indecible.
Alguien me quiere en tus te quiero, alguien
acaricia mi vida con tus manos y pone
en cada beso tuyo su latido.
Alguien que está fuera del tiempo, siempre
detrás del invisible umbral del aire.

Platón explica que el auténtico arrebato amoroso transporta por encima del espacio y del tiempo, de tal modo que el conmovido por la belleza desearía que el instante fuera eterno, y querría abandonar la vulgaridad del mundo y volar hacia la compañía de los dioses. Por eso los dioses llaman a Eros "el que proporciona alas".

3. La belleza y el bien

La estética griega, desde Sócrates, no duda en llamar hermosa a la conducta humana buena. Así, de la unión de los adjetivos kalon (hermoso) y agathon (bueno), surge el sustantivo kalokagathía: un término intraducible que identifica los conceptos de lo bello y lo bueno para definir el ideal de conducta, lo que los griegos entienden por excelencia humana. Si el placer cumple los deseos básicos de comida, bebida, cobijo, comodidad o amor, la bondad de una conducta no cumple ninguna de esas funciones, pero se nos impone racionalmente: no tenemos más remedio que aceptar que la vida humana resulta más digna cuando cualquiera de nosotros hace lo que es debido y trata a los demás como personas, no como instrumentos manipulables.

El bien en la conducta humana resulta atractivo y da lugar al afecto y a la amistad. El afecto es la primera forma de amar, la más fácil y universal, pues se reduce a la mera satisfacción de estar juntos. La sustancia del afecto es sencilla: una mirada, un tono de voz, un chiste, unos recuerdos, una sonrisa, un paseo, una afición compartida. El afecto puede surgir y arraigar sin exigir cualidades brillantes, pero requiere cierta dosis de sentido común, imaginación, paciencia y abnegación.

El afecto suele ser un condimento obligado de la buena literatura y del buen cine. En la más célebre de sus novelas, Hemingway nos habla de un viejo pescador que salía cada mañana en su bote y llevaba tres meses sin coger un pez. Un muchacho le había acompañado los primeros cuarenta días, hasta que sus padres le ordenaron salir en otro bote con más fortuna. Pero el viejo había enseñado al muchacho a pescar desde niño, y el muchacho no lo olvidaba.
-Yo podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero.
-No -dijo el viejo-. Tú sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.
Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todas las tardes con las manos vacías, y siempre bajaba a ayudarle a descargar los aparejos. Un día propuso al viejo tomar una cerveza en el puerto, y estuvieron charlando.
-)Puedo ir a buscarle sardinas para mañana?
-No. Ve a jugar al béisbol.
-Si no puedo pescar con usted, me gustaría ayudarle de alguna forma.
-Me has pagado una cerveza -dijo el viejo-. Ya eres un hombre.
Después marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo, mientras el lector se siente cautivado por la profunda humanidad de ese afecto.
-)Qué tiene para comer? -preguntó el muchacho al llegar a la cabaña.
-Una cazuela de arroz amarillo con pescado. )Quieres un poco?
-No. Comeré en casa.
El muchacho sabía que no había ninguna cazuela de arroz amarillo con pescado.
-Déjeme traerle cuatro cebos frescos.
-Uno -dijo el viejo.
-Dos -replicó el muchacho.
-Dos -aceptó el viejo-. )No los habrás robado?
-Lo hubiera hecho. Pero éstos los compré.
-Gracias -dijo el viejo con sencillez.
"Ahora voy a por las sardinas", dijo el muchacho, y añadió: "abríguese, viejo. Recuerde que estamos en septiembre". Cuando volvió, el viejo estaba dormido en una silla, a la puerta de la cabaña. El sol se estaba poniendo. El muchacho cogió la frazada del viejo y se la echó sobre los hombros. El periódico yacía sobre sus rodillas y el peso de sus brazos lo sujetaba allí contra la brisa del atardecer.

Hasta aquí, el resumen de las primeras páginas de El viejo y el mar. Si el lector piensa qué es lo que hace surgir entre un pobre viejo y un muchacho ese entrañable afecto, encontrará en ambos un talante hecho de optimismo, cordialidad y ganas de vivir. En un brevísimo y magnífico retrato, Hemingway nos dirá del pescador que "todo en él era viejo, salvo sus ojos, y éstos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos".
De la amistad dice Aristóteles, nada sospechoso de sentimentalismo, que es lo más hermoso y necesario de la vida. La belleza de esa peculiar relación humana -tratada ya en el capítulo 10- la pondera de manera muy especial Sócrates. Hay en su vida hechos y dichos vigorosos, pero él mismo nos dice que la amistad es el centro de su vida. Y sus amigos le reconocen como el mejor en la amistad, también cuando no es fácil tal reconocimiento: en la vejez, en la condena a muerte, en la cárcel y en la hora de la cicuta. Jenofonte nos cuenta que el sofista Antifón intentó atraerse a los amigos y alumnos de Sócrates, manifestando que la vida de éste no podía ser feliz ni recomendable, especialmente a causa de su gran pobreza. Ésta fue la respuesta de Sócrates:

-Antifón, así como a otro hombre le procura placer un buen caballo o un perro o un pájaro, a mí me deparan mayor satisfacción los buenos amigos. Y si encuentro algo bueno se lo enseño a ellos; y los presento unos a otros para que mutuamente salgan beneficiados en la virtud. Con mis amigos saboreo los tesoros que los hombres sabios del pasado dejaron por escrito. Y cuando encontramos algo interesante lo recogemos y lo consideramos de gran provecho si puede ayudar a otros.

En torno a Sócrates aparecen amigos verdaderos, sin sombra de intereses más bajos. Y nosotros atesoramos esa amigable forma de vivir, esa charlatanería culta sobre el gusto común por la excelencia. Sócrates nos dice que el placer de contemplar a fondo los hombres y las cosas está cercano a la felicidad, y que el arte de vivir consiste en descubrir a las personas -siempre pocas- que pueden compartir ese placer. Aristóteles lo expresó bellamente:

Igual que nos resulta agradable la sensación de vivir, nos resulta grata la compañía de nuestros amigos; y aquello en lo que ponemos el atractivo de la vida es lo que deseamos compartir con ellos.


4. La mímesis y el teatro

El ser humano es un infatigable forjador de historias. Y lo es por ser animal imitador, que aprende y disfruta imitando lo que oye y lo que ve, lo que le admira y atrae. Desde los albores de la humanidad, por transmisión oral, los mayores educan y entretienen a los más jóvenes con historias menudas o grandiosas que alumbran el camino y enseñan lo que se debe hacer o evitar. Pueden ser narraciones reales o ficticias, pero verosímiles en todo caso, que imitan la realidad y por eso mismo son imitables.

Con la invención de la escritura, lo que sólo se podía contar para ser escuchado por pocos, se escribe para ser leído por muchos. La modalidad más idónea para contar historias llegará a ser la novela. Con el teatro, lo que sólo podía ser escuchado o leído, ganará el realismo de la representación. Después del teatro vendrá el cine. En todas estas modalidades, desde el poema épico hasta el largometraje, el afán de transmitir va unido a la voluntad de hacerlo bellamente: surgen así los diferentes géneros literarios. De todos ellos, el teatro es el más atípico, pues no cabe en un libro y necesita un escenario: se escribe para ser representado, es decir, visto y oído. Además, no imita la realidad por medio de un texto, sino real y físicamente por medio de actores de carne y hueso. Su intenso realismo, que proviene de su imitación (mímesis en griego y latín) hace que el espectador viva y sienta dentro de la escena, envuelto en una historia que le puede llevar desde la evasión a la catarsis. Con frecuencia, quien va al teatro a ver al hombre acaba viéndose a sí mismo. De esta manera, el teatro se convierte en un acto de responsabilidad social, como lo concibieron los griegos. Así lo explica García Lorca:

El teatro es uno de los medios más expresivos, más útiles para edificar un país, el barómetro que registra su grandeza o su declive. Un teatro sensible y bien orientado en todos sus niveles, de la tragedia al vaudeville, puede transformar en algunos años la sensibilidad de un pueblo. Mientras que un teatro donde el zueco sustituya a las alas puede adormecer una nación entera. El teatro es una escuela de lágrimas y de risa; una tribuna abierta donde se puede defender la moral y hacer permanentes las eternas leyes del corazón y los sentimientos del hombre.

El teatro griego, sobre todo la tragedia, es una de las más altas contribuciones culturales de los helenos. Si nos preguntamos por su sabiduría, hemos de reconocer, con asombro, que pone al alcance del gran público la profundidad del pensamiento griego. Si nos preguntamos por su belleza, hemos de responder que está asociada a la tensión en la que viven unos protagonistas enfrentados a situaciones límite. Son vidas zarandeadas por grandes pasiones y zozobras: amores y celos, guerra y devastación, deportación y esclavitud, hospitalidad y desamparo, ira y venganza, afán desmedido de poder, traición y lealtad, ensañamiento y compasión, muerte de los hijos y de los padres... Si en la exhibición circense o deportiva admiramos las posibilidades extraordinarias del cuerpo humano, su evolución en los límites de la velocidad y de la fuerza, con agilidad y coordinación inverosímiles, en la tragedia griega admiramos las posibilidades de la libertad humana en situaciones donde lo que está en juego es la propia vida.

Veamos dos ejemplos. En Hécuba, de Eurípides, asistimos a las desgracias de la reina de Troya, convertida en esclava tras la caída de la ciudad. El coro de la obra, formado por otras mujeres esclavizadas, no sólo presta su voz a la reina, sino también a todas las mujeres que sufran ese destino a lo largo de la historia. En gran medida, la grandeza y el valor de la tragedia griega radican precisamente en la facilidad con la que universaliza sus asuntos. Así dice el lamento del coro:

Viento, viento marino que llevas por el mar henchido a las naves rápidas que surcan las olas, )a dónde me empujarás, desdichada de mí? )A qué morada iré para ser esclava? (...). (Ay de mí y de mis hijos! )Ay de mis abuelos, que yacen en la tierra de la patria caída entre humo negro, presa de la lanza de los argivos! (Heme aquí, esclava en tierra extranjera, tras dejar el Asia conquistada por Europa, y de cambiar el Hades sólo por el lecho de un amo!
De igual manera, la oposición entre el rey Creonte y Antígona refleja esa otra oposición, tan frecuente, entre leyes humanas y leyes divinas, entre la ley y lo que hoy llamaríamos objeción de conciencia. Se resume en unas palabras de Antígona a las que nadie puede negar su altura y su valor intemporal. Una vez más, un caso particular sirve para formular, definir y resolver una cuestión de alcance universal. Cuando Creonte pregunta a Antígona por qué ha desobedecido la orden de no sepultar y rendir honras fúnebres a su hermano, escucha esta respuesta:

No fue Zeus quien dio esa orden (...). Y no creo que tus decretos tengan tanta fuerza que obliguen a transgredir las leyes no escritas e inmutables de los dioses, siendo tú mortal. Esas leyes no son de hoy o de ayer, pues siempre han tenido vigencia y nadie sabe cuándo aparecieron. Además, por temor a lo que piense un simple hombre no iba yo a sufrir el castigo divino por su incumplimiento.

En su Poética, Aristóteles dice que la tragedia es la imitación (mímesis) de una acción humana completa, digna, noble y grandiosa. Debe inspirar en el público, terror ante las desgracias ineludibles del Destino y compasión por el sufrimiento de nuestros semejantes. Esos sentimientos logran la verdadera finalidad de la tragedia: la catarsis o purificación del espectador. Raymond Bayer lo explica así:

Contrariamente a Platón, quien ve en la tragedia, al igual que en la música, un ejercicio peligroso de las pasiones, acabando por expulsar a los artistas de su República, Aristóteles ve en las artes, y muy especialmente en la tragedia, un medicamento catártico, un remedio contra la demasía y el exceso, y vuelve continuamente sobre ellas como a una de las concepciones más prudentes de su filosofía. A su manera, las artes son elementos moderadores, que logran el justo medio.

5. La catarsis y el cine

Aunque el arte cinematográfico lleve nombre griego -de kineo (mover) y grafein (describir)- su invención corresponde al siglo XIX, y su apogeo al XX. Sin embargo, no es aventurado afirmar que la estética del cine cumple en nuestros días una función semejante a la que desempeñó el teatro entre los griegos. Ambas manifestaciones artísticas, centradas casi por igual en la imitación escénica de la realidad, configuran, en sus respectivas épocas de esplendor, lo que hoy denominamos cultura de masas y opinión pública. Si el teatro cumplió en la Grecia clásica, o en la España del Siglo de Oro, una función socializadora de primer orden, al popularizar un modo de ser y de entender la vida, el cine actual ha heredado esa función. Hasta tal punto que el análisis aristotélico de la catarsis -la gran virtualidad educativa de la estética teatral- es perfectamente aplicable al cine de calidad.

La tragedia griega era mucho más de lo que hoy entendemos por obra de teatro. Allí no se representaban historias entretenidas para pasar el rato, sino acciones de gran calado, escogidas para conmover al espectador, configurar su corazón y hacer de él un ciudadano a la medida de la polis. De la tragedia dirá Aristóteles que, mediante el temor y la compasión que provoca, lleva a cabo la purgación de tales sentimientos. Tal purgación puede entenderse como descarga de tensión interior, semejante a la que muchos consiguen haciendo deporte o animando a su equipo en un estadio, y también riendo o llorando ante la gran pantalla. Pero hay otro sentido mucho más importante, que consiste en poner en su sitio los sentimientos fundamentales.

Para entender este significado de la catarsis -explica Ruiz Retegui en su ensayo Pulchrum- es preciso reconocer que las emociones y las pasiones están con frecuencia "revueltas", de modo que los sentimientos que deberían expresar la armonía de la persona con su entorno, resultan en realidad un factor de desorden. Así, por una peligrosa inadecuación entre los sentimientos y la realidad, lo bueno puede parecer malo y lo malo, bueno, o podemos conmovernos por una trivialidad y quedar indiferentes ante algo grave: ¡El fin del mundo y yo con estos pelos!

Los griegos sabían que la educación, además de amueblar la cabeza con conceptos y fortalecer la voluntad con virtudes, ha de llegar hasta los sentimientos para configurarlos correctamente. Si el conocimiento requería lecciones y discursos, la sensibilidad necesitaba la tragedia: una historia densa que induce las emociones que realmente corresponden a lo que representa. La tragedia presenta lo vil y lo heroico como vil y como heroico, y lo hace de tal manera que provoca las reacciones emotivas correspondientes: lo vil resulta despreciable y lo heroico atractivo, sin ambigüedad ni confusión. De forma parecida, el cine de calidad puede conseguir esos mismos efectos, pues es un medio privilegiado de representar historias profundamente humanas. No sólo historias "edificantes", sino aquellas que muestren la multiforme miseria humana conforme a la dignidad del actor y del espectador: no con realismo fotográfico y morboso, sino de forma que lo corrupto y depravado aparezca como tal, y que provoque la repulsa correspondiente.

Decíamos que podemos experimentar los efectos de la catarsis en grandes películas. De hecho, la encontramos en ese canto a la amistad que es La fortuna de vivir; en la mágnífica figura paterna de Matar un ruiseñor; en esos personajes solitarios y anodinos de Italiano para principiantes, transformados al final por el amor; en la búsqueda de la justicia en Vencedores y vencidos; en el respeto a la conciencia de Un hombre para la eternidad; en el sentido del dolor y de la muerte en Tierras de penumbra; en el amor de Cyrano; en la fortaleza de Gandhi; en la pasión de Amadeus; en las lágrimas de la jovencísima maestra de Ni uno menos; en la zozobra de ¡Corre, Lola, corre!; en la compasión de Charles Chaplin por la chica ciega que vende claveles en Luces en la ciudad; con el más intenso y escueto de los finales posibles... La estética del buen cine, como la tragedia griega, nos conduce siempre a la ética, porque nos habla de ese esfuerzo y de ese arte de vivir, de lograr una conducta lógica y humana, no inhumana y patológica.

Nadie duda que la fuerza de la mímesis y de la catarsis puede ser un instrumento de manipulación. De hecho, si Platón desconfía de los artistas es porque está convencido de su gran capacidad de seducción. El placer y el dolor son instrumentos excelentes para la formación social de las personas, y quien controla los mecanismos del placer -y el arte es uno de ellos- controla en gran parte la educación de la ciudadanía. Por eso quería Platón desterrar a los artistas de su República. Así lo explica Savater:

Los artistas no le parecen a Platón candidatos idóneos a educadores. Los más peligrosos de todos son quienes se ocupan en describir los sentimientos, pasiones y destinos humanos, es decir los poetas épicos o los dramaturgos (sin lugar a dudas hoy Platón incluiría en este rango a los novelistas y a los creadores cinematográficos) puesto que nada ejerce mayor seducción sobre los seres humanos que la representación, por ficticia o caprichosa que sea, del comportamiento vital de nuestros semejantes. Cualquier persona mínimamente adiestrada en el uso de la razón puede descubrir los fallos o las trampas de una argumentación teórica (...), pero en cambio un buen artista puede hacer "creíble" y hasta admirable cualquier tipo de vida incluso al más sofisticado de los espectadores.

6. La creación literaria

Sinbad es alto, robusto, y tiene andar de mucha gravedad, aunque tenga la pierna derecha un poco más corta que la izquierda; tiene barba blanca muy espesa, sin partir, y casi todos los jueves con la navaja de pulso le hace un redondeo, y para que se le vuelva en la punta , pone por las noches rizadores de palosanto. Gasta siempre turbante de dril tirando a marrón, y es cejijunto, y por debajo de la sevva pilosa muestra el alma por dos grandes ojos negros. Digo que muestra el alma por la inocencia y el entusiasmo de su mirar, que los ojos suyos no callan nada, ni burlas ni veras, y se adelantan, cuando Sinbad habla, a las palabras suyas, alertando, sonriendo, entristando. A veces se pudieran ver países en fiesta en sus ojos. Tiene un hablar muy súbito, y va diciendo seguido y rápido, y se detiene y mete un silencio que puede ser de un cuarto de hora. (Álvaro Cunqueiro, Cuando el viejo Sinbad vuelva a las islas)

El ser humano está constitutivamente llamado a conocer, y la literatura es una de sus ventanas al mundo. Una ventana con un atractivo peculiar, pues selecciona y embellece los aspectos más interesantes de la realidad. Cumple así una doble función, acuñada en un lema clásico: enseñar deleitando. La selección literaria apunta a los aspectos esenciales de la condición humana: la amistad (El viento en los sauces), la libertad (El Señor de los anillos), el amor (Amor en cuatro letras), el sufrimiento (Lazarillo de Tormes), la compasión (El viejo y el mar), la lucha por la justicia (Mío Cid), la lucha contra la adversidad (Odisea), el misterio del mal (El Señor de las moscas), la muerte (Cinco horas con Mario), la conciencia (Crimen y castigo).

Además de seleccionar, la literatura embellece. No es lo mismo decir "te quiero mucho" que decir "si tú me dices ven, lo dejo todo": la intensidad y la originalidad marcan la diferencia. Se podría buscar la intensidad diciendo "te quiero muchísimo", pero faltaría la magia de las palabras, el ropaje literario que hace decir a Neruda:

Ríete de la luna, del día, de la noche.
Ríete de este torpe muchacho que te quiere.
Niégame el aire, el pan, la luz, la primavera...
Pero tu risa nunca, porque me moriría.

Frente al "te quiero muchísimo", esto suena mucho mejor. Y ese sonar mejor tiene dos secretos: la riqueza conceptual y el dominio de los recursos estilísticos. De entrada, el poeta expresa su amor con las palabras más sencillas, con un lenguaje nada rebuscado. Todo es cotidiano y elemental, y al mismo tiempo imprescindible: la luz, el aire, el pan, la primavera. Es como si quisiera decirnos que el amor es también lo más simple y lo más importante de la vida.

La belleza de estos versos se muestra, de forma paradójica y magistral, en la ausencia de adjetivos. Tan sólo uno, y aparentemente antipoético: torpe muchacho. Así se desnuda el texto de todo artificio, quizá para evitar que su fuerza se pierda en la retórica. Una fuerza maravillosamente resaltada por el contraste: el torpe muchacho tal vez no tiene nada en la vida, y si lo tiene estaría dispuesto a perderlo con tal de ganar el amor de la muchacha. La intensidad de su sentimiento no puede ser mayor: sin ti me moriría, viene a decir.

Detrás de su aparente simplicidad, hay en esta estrofa una técnica consumada. Bastaría señalar que la musicalidad se consigue por el intencionado predominio de palabras llanas y la repetición de acentos en las sílabas 6, 9 y 13 de cada alejandrino; el paralelismo de los dos primeros versos; el imperativo de los tres primeros; las enumeraciones paralelas de los versos 1 y 3; la elipsis del 4; la perífrasis del 2; el empleo de las tres personas gramaticales: me moriría (yo), ríete (tú), torpe muchacho (él); la acentuación esdrújula repetida al comienzo de los tres primeros versos. Por último, los dos significados tan distintos del reír: ríete significa reírse de, es decir, no hacer caso, despreciar; en cambio, tu risa es la manifestación más bella de lo que eres tú, y también la metonimia que permite hablar de ti poéticamente.

La pregunta por la clave de la estética literaria, forzosamente general y vaga, podemos concretarla en esta estrofa. )Por qué nos gustan estos versos? )Dónde reside su belleza? De entrada, el amor es uno de los aspectos más genuinos y atractivos de la vida humana. Por otra parte, la ordenada distribución de los acentos y la repetición de sonidos y palabras logra un ritmo insistente y pegadizo, aunque el lector tal vez no lo aprecie. A ello se suma el empleo de un léxico sencillo, seleccionado y manejado con mucha habilidad, donde no faltan los matices hiperbólicos que pillan al lector desprevenido y despiertan su atención: ríete de la luna; niégame el pan; me moriría. En la conjunción perfecta de fondo y forma -ideas envueltas en la magia del lenguaje- es donde se logra la belleza literaria.

Para ser más exactos deberíamos hablar de "la difícil conjunción de fondo y forma", porque la creación literaria requiere, además de una inteligencia despierta para leer e interpretar la realidad en profundidad, el dominio nada fácil de los recursos expresivos. Eso es lo que logran en máximo grado los clásicos: escritores que han tratado las grandes cuestiones humanas antes, más y mejor que los demás. Todo en la historia humana, salvo los clásicos, envejece, pasa de moda y queda sepultado en el olvido. Ellos permanecen porque dan con los problemas y las respuestas realmente universales, y porque aciertan a expresarse con una belleza esencial. Tarea nada fácil, decíamos. Los sabios de la Gracia clásica pensaban que los poemas homéricos representaban una hazaña más que humana de creación intelectual y literaria, inexplicable sin una especial inspiración divina. De hecho la Ilíada y la Odisea se cuentan sin discusión entre lo que la literatura mundial ha producido de más grande y bello. Estos antiguos cantos, tres veces milenarios, en su profunda humanidad han conmovido a los hombres de todos los tiempos.

Hoy nos asombra reflejarnos con nitidez en el espejo de los personajes homéricos. Tienen tres mil años y, sin embargo, son cultos e ignorantes, educados y groseros, pacientes y airados, valientes y cobardes, astutos y simples, rudos y tiernos. Descubrimos que son como nosotros, pero en realidad es al revés: nosotros somos como ellos, estamos configurados por su herencia. Caía el telón sobre la Prehistoria. Terminaba el primer acto del gran teatro del mundo. Y entonces apareció, totalmente imprevisto y por sorpresa, el primer artista de la cultura occidental. Homero es el primero en entender a fondo la complejidad de la vida y en expresarla con una forma literaria bellísima. Su gran creación se llama Ulises.

7. Claves del arte moderno

"He querido establecer el derecho de atreverme a todo", dijo Gauguin. La modernidad surge con la idea de autonomía y su fervor por la libertad. Ése es el marco de la radical innovación que protagoniza la creación artística en el siglo XX, donde culmina el proceso de culto por lo nuevo y original iniciado en el Renacimiento. Así, lo que da sentido a la actividad de artistas como Tzara, Kandinsky, Warhol o Beuys es la afirmación obsesiva de libertad creativa como valor máximo, y esa libertad desligada de toda norma es una libertad ingeniosa: "En nuestro tiempo, el arte ya sólo puede ser un juego", dirá el pintor Francis Bacon.

Pretender una breve explicación del arte moderno roza la imprudencia, pues las muchas vanguardias, en su diversidad, hacen difícil una valoración global. La selva vanguardista poco tiene que ver con la identidad estética de los grandes estilos clásicos. Sin embargo, la revolucionaria innovación del arte del siglo XX merece, al menos, un intento de explicación en estas páginas. En ese intento viene en nuestra ayuda el ensayo Elogio y refutación del ingenio, donde José Antonio Marina nos dice que las claves de las vanguardias son la libertad y el formalismo. La primera libertad del artista moderno es su desdén por la realidad como modelo y por la técnica de los maestros. Todo está ya pintado y todo está escrito. "He leído todos los libros. Tengo más recuerdos que si tuviera mil años. ¡Ya no hay más que decir!", exclama Verlaine. La realidad es tan poderosa y aplastante que es preciso devaluarla. "Se trata de desacreditar la realidad", escribió Salvador Dalí.

Hasta el siglo XX, la creación artística transformaba la realidad. La belleza era el resplandor de unas formas que manifestaban la acción de la libertad del artista sobre el mundo. Si esto siempre había sido así, )cómo podía el arte prescindir de la realidad? La respuesta es la libertad: si el arte consigue fundarse sobre la libertad, la realidad se convertirá solamente en pretexto para la aparición de la forma desvinculada. Esta devaluación de la realidad tiene que ver con su percepción negativa y problemática, propia de nuestra época. Como dijo Paul Klee: "Cuanto más horripilante es el mundo -y éste es el caso hoy día-, el arte se hace más abstracto, mientras que un mundo en paz da un arte realista". La exaltación formalista levanta una pantalla que impide ver la realidad: el significante abstracto nos protege del significado realista.

El anhelo de libertad absoluta también condujo a la divinización del artista, y su repulsa de la realidad tiene una lectura teológica: la naturaleza era tradicionalmente interpretada como obra de Dios, y la muerte de Dios arrastraba tras sí a la naturaleza. La historia del arte podía interpretarse ahora como la evolución del artista-imitador al artista-dios, que se libera de la mímesis y se convierte en creador absoluto.

La libertad es el aspecto más sugestivo del arte moderno, pero su plasmación ha sido a menudo problemática. En nombre de la liberación se impuso el rechazo al pasado y a sus técnicas. El artista no podía estar coartado por ninguna educación, y sustituye las técnicas clásicas por su propia técnica, unipersonal y privada. Marina no puede ser más explícito:

Los artistas plásticos han incorporado a su arte todas las acciones que se pueden infligir a un objeto: chorrearlo de pintura, empaquetarlo, amontonarlo, pegarlo, despegarlo, rascarlo, prensarlo, ahumarlo, sembrarlo de bacterias, apuñalarlo, acribillarlo, quemarlo, sellarlo, plastificarlo. No son ingeniosidades mías, y bien que lo siento (...). En cualquier enciclopedia de arte encontrará el lector los nombres técnicos: dripping, empaquetage, assemblage, collage, decollage, gratage, fumage, etcétera, etcétera, etcétera.

Puesto que la libertad subjetiva es el único valor, ella decide lo que es arte. Con frase lapidaria dice Schwiter: "Todo lo que escupe un artista es arte". Duchamp fue el precursor de la devaluación generalizada del objeto estético. Inventó los ready-made, objetos de uso corriente convertidos en obras de arte por el gesto gratuito del artista. Con su obra Fuente, un urinario enviado al Salón de los Independientes en Nueva York, en 1917, quería demostrar que el marco -un museo o una galería de arte- liberaba al objeto de su sentido utilitario.

Estos juegos devaluadores eliminan los criterios artísticos y conducen al Pop Art: ya no hay diferencia entre la Gioconda y una botella de Coca-Cola. El artista convierte en obra de arte cualquier objeto con sólo firmarlo: "Yo firmo todo, billetes de banco, tickets de metro, incluso un niño nacido en Nueva York. Escribo encima Andy Warhol para que se convierta en una obra de arte". Hay que hacer lo nunca visto, según una retórica del shock, del asombro, del ingenio, de lo atípico, de lo absurdo, de lo anómalo. La dinámica devaluadora nos lleva al arte povera y al art minimal, que llega a ser insignificante en los dos sentidos del término: no tiene significación y no tiene sustancia. Años antes, Ortega había hablado del arte intrascendente.

Si el artista no dota de significado a su obra para no coaccionar al espectador, si le deja frente a un producto informe que debe interpretar a su manera, está dando paso a la ambigüedad como categoría estética. La noción de "obra abierta" es otra novedad en la lógica de la libertad desvinculada, y sólo la mirada del espectador la otorgará o no el carácter de arte. José Antonio Marina afirma que el fin último del arte contemporáneo no es crear belleza, sino libertad, y concluye que el formalismo artístico es la traducción plástica de la ética formal.


(*) Este es el capitulo 12 del libro de nuestro colaborador José Ramon Ayllón "Filosofía mínima", editado por Ariel, 2003. Esta edición digital es de Arvo Net que agradece el permiso de edición a autor y a editor.

Estetica


Título: Introducción a la estética 

Autor: Ignacio Yarza 


¿Qué es la belleza? ¿Cuál es la razón de su atractivo? ¿A qué se debe la diversidad tan grande de sus manifestaciones? ¿Qué se esconde detrás de los cambios de estilo y de expresión artística? ¿Por qué la filosofía debe ocuparse de todo esto? 

El autor diseña un itinerario histórico-filosófico, desde Platón hasta nuestros días, para mostrar cómo los filósofos han tratado de resolver éstas y otras complejas cuestiones. El resultado es un accesible texto introductorio, en el que el autor no renuncia, sin embargo, a proponer una concreta respuesta teórica. 

Desde una perspectiva metafísica, se procura dar razón de lo que muchos filósofos, desde posiciones diversas, han intuido: la belleza aparece como una dimensión de la realidad anclada en su fundamento, resistente a un conocimiento claro y objetivo y reveladora, de un modo peculiar y único, de su misteriosa gratuidad y riqueza. A partir del pensamiento de santo Tomás de Aquino, el autor señala la conexión, entre belleza, verdad y bien, valores entrelazados cuya comprensión decide la orientación de nuestras vidas. 

De ahí la actualidad de una introducción a la estética que no considera la belleza como un aspecto aislado y superficial de lo real, ni la reduce a alguna de sus manifestaciones, sino que nos ayuda a integrar lo bello, en todas sus formas, en nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos. 

Ignacio Yarza es licenciado en Derecho, doctor en Filosofía y profesor de Historia de la Filosofía Antigua y de Estética en la Pontificia Università della Santa Croce (Roma). Ha publicado en esta editorial “La racionalidad de la ética de Aristóteles”, 2001 e “Historia de la filosofía antigua”, 2000 (4ª ed).